Tuve oportunidad de conocer este blog cuando Bardruk tuvo la buena ocurrencia de apuntarse a la iniciativa ladrona llevándome un post suyo a mi blog. Ahora me abre las puertas para compartir uno mío, y, vaya, vecinos del mismo país nacionalidad y habiéndome pasado por las últimas páginas apreciando un ambiente muy buena onda, me atrevo a compartir con los lectores de la Mitocondria un relato propio que espero sea de sus agrados.
JOSUÉ
La noche no podía ser más idónea, que además de fresca tenía pinta para ser la cómplice perfecta de la aventura que Josué estaba por emprender. Después de una larga jornada en su casa, entre quehaceres, descargas del internet y televisados partidos de futbol, llegaba el momento de desafanarse del hogar y salir a buscarla. Se dió un regaderazo, se vistió entre prisas, lustró reaciamente su calzado, un poco de loción y listo, parecía otro. Y eso era precisamente lo que pretendía, ser otro para en esta ocasión si poder obtener algo más que un portazo en las narices. Guardó su cartera con cuidado y se dirigió a la puerta de su casa; ni siquiera prestó atención cuando su madre le preguntó en un grito a donde iba. No le importaba en ese momento más que ya encontrarla. Atravesó un par de baldíos hasta llegar a la avenida más transitada cerca de su colonia, se incorporó al camellón y dirigió su marcha hacia el sur, a pocas cuadras de distancia estaba la parada de camiones y hacia ella se dirigía. Al llegar, y percatarse que por la hora demoraría en pasar el autobús, decidió ponerse de cunclillas, no sin antes sacar la cartera de la bolsa trasera de su pantalón.
Recargado en una pared, y sólo iluminado por los faros de los vehículos que transitaban por la avenida, la abrió cuidadosamente, y levantando una pestaña dentro de ella, se podía apreciar una foto tamaño credencial, blanco y negro, ya desgastada, que acaparó de inmediato su atención. Absorto le contempló por unos instantes que se volvieron eternos, al grado de no percatarse que el autobús que esperaba había llegado y se había retirado, alcanzando sólo a escuchar el rugir de su motor cuando reiniciaba su aceleración. No le importó. Sentado sobre la banqueta y con su cabeza entre las piernas y los brazos en su nuca, se soltó en un llanto amargo y seco, del cual ni el cielo era testigo porque la nubles acapararon en ese momento el firmamento.
En su llanto y en la amargura que le trasquilaba la garganta estaba el recuerdo de ella, de la chica de la foto, a la que, aunque no lo pareciera, tenía ya 7 años de no ver, de no abrazar, de no besar. Ya no recordaba el último beso que se dieron, ni el último abrazo, ni siquiera el último lugar donde se habían visto; sólo tenía de ella el recuerdo de su nombre y la foto que guardaba con ternura en su cartera. Jaló aire profundamente, y un olor a hamburguesas entró de manera vaga por sus narices. Su antebrazo le sirvió de klennex y mientras limpiaba con él su rostro, se reincorporó lentamente. Levantó su cabeza, y un suave y estrujado 'que estés bien' se escurrió entre sus dientes, sin más destinatario que el viento, que en ese instante soltó también un suspiro a modo de brisa.
Se sacudió la parte trasera del pantalón, acomodó de nuevo su cartera que permanecía aún entre sus dedos, y caminó de nuevo, caminó, caminó, hasta llegar de nuevo a su casa. Trató de abrir la puerta con el mayor sigilo, pero un rechinar que acompañaba siempre a las bisagras avisó de su regreso a su madre, que ahora en un tono menos agresivo volvió a preguntar: "¿a dónde fuiste?". Josué, ya encaminado en la escalera para volver a su cuarto no le respondió, pero dijo para sí: "a donde acostumbro cada sábado: a intentar encontrarla en donde sé que no está." Y tumbándose sobre la cama y quitándose sólo los zapatos, se quedó dormido. Un sábado más había pasado.
Víctor Esparza, agosto 12 del 2007.
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